Los aficionados a la lírica disfrutan con las obras de principios del siglo XX (sobre todo las italianas y francesas) entre otras cosas porque tienen un entreacto o intermezzo sinfónico que servía para cambiar el chip, algo así como ese sorbete de limón que te sirven en los banquetes nupciales entre el pescado y la carne cuyo fin último es el de evitar el solapamiento de sabores y la distracción de los sentidos aparte de seguir el protocolo establecido para esos saraos. Mis favoritos son los de Manon Lescaut (Porque llega en el momento justo en que el pendón de la pérfida protagonista está a punto de recibir su merecido y la mandan al destierro, aunque luego piensas que vivía la vida a tope y en el fondo le tienes envidia), el de Pagliacci (Cuando te estremeces después de oir el brutal recitar, mentri'o preso da'll delirio... al ver como un hombre enamorado descubre el engaño y como buen profesional del espectáculo debe seguir la función), el de Adriana Lecouvreur (este solo porque es maravilloso). Estos intermezzos servían para matar una bandada de pájaros con un solo tiro: Descansaba el público de tanta tensión dramática, por ejemplo Pagliacci es cortita pero contundente y parece un thriller; Descansaban los artistas que podían tomarse un vaso de agua; Los encargados de la escenografía podían cambiar el decorado con tiempo y el mejor motivo era el de escuchar buena música sin una palabra de acompañamiento. Pues de eso se trata el intermezzo triatlético en el que estoy, de la tensión de la larga distancia he pasado al parón y ahora a pensar en corto, objetivos en que el corazón no bajará de 180 durante una hora, carreras en que hay pocos guiris y muchas caras conocidas y en escenarios populacheros. Todo tiene algo de encanto natural. Además, el intermezzo proporciona placer en si mismo, no hay que pensar en él como un paso hacia otra cosa ¿O no?
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